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JUSTO ES JEHOVÁ

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La hermosa oración de Daniel, en el capítulo 9 del libro que lleva su nombre, tiene enseñanzas de gran valor para nosotros hoy día.

 

En primer lugar, hay que recordar el contexto: Daniel se encontraba en el extranjero, a kilómetros de su lugar de nacimiento. Israel y Judá habían sido destruidos y expulsados de sus tierras por su continua desobediencia a Dios (idolatría, injusticia, soberbia, etc.).

 

De manera que los judíos se encontraban lejos de su país natal debido a su propio pecado, y porque Dios los castigó finalmente, después de siglos advirtiéndoles de las consecuencias de su rebeldía.

 

Pero Dios había prometido por medio de Jeremías y otros profetas que, a pesar del castigo, Dios volvería a traer a Su Pueblo a su tierra. Y por esto mismo oraba Daniel, pidiendo que, ya que se acercaba el tiempo señalado por Dios para la finalización del castigo, Dios se dignara a mirar a Israel y a Jerusalén. Era una oración con el deseo de que Israel pudiera volver a su tierra, y reedificar Jerusalén, y el resto de ciudades.

 

Pero, leyendo esta oración, podemos ver que, ante todo, es una oración de confesión. En contraposición a las oraciones o rezos que muchos hacen, en que casi quieren mostrar a Dios cuáles son sus muchas virtudes como humanos, o como creyentes, Daniel hace una oración en que reconoce el pecado de Israel (incluyéndose a sí mismo, identificándose con el pueblo, a pesar de ser él mismo un hombre piadoso y obediente a Dios).

 

Vivimos en un mundo que elude la culpa como una de sus mayores fobias, y en que inventamos excusas de todo calado para escabullirnos de nuestra responsabilidad por el pecado o la falta cometida.

 

Sin embargo, Daniel comienza confesando su pecado y el de su pueblo, sin ocultarlo, y con solemnidad declara, refiriéndose al castigo: “porque justo es Jehová nuestro Dios en todas sus obras que ha hecho, porque no obedecimos a su voz.” Es decir, no habla como Caín: “grande es mi castigo para ser soportado.” Más bien, reconoce el pecado como grave, y el castigo como justo.

 

Pero, si es así, y Daniel reconoce el pecado y lo condena, ¿cómo se atreve a pedir a Dios su favor sobre Jerusalén? Él mismo da la clave de todo esto, en el versículo 18, cuando dice: “porque no elevamos nuestros ruegos ante ti confiados en nuestras justicias, sino en tus muchas misericordias.”

 

Es decir, acude a Dios confiando en su naturaleza, en su deseo de perdonar al pecador, y sobre la base de la promesa que Dios mismo había dado, de que volvería a traer a Su Pueblo, y restauraría Jerusalén.

Efectivamente, Dios lo hizo, trajo de nuevo a Su Pueblo a su tierra, y lo bendijo, pero no porque Israel lo mereciera, sino por el amor y la promesa del mismo Dios.

 

Esta escena nos muestra un cuadro detallado de nuestra situación ante Dios. Todos nosotros somos pecadores, culpables ante Dios justo, y, por más que intentemos evadirnos, la Biblia declara que somos inexcusables ante Él. Merecemos el castigo que la Palabra de Dios nos refiere: el infierno. Y debemos igualmente reconocer lo que somos, sin buscarle “peros” ni atenuantes.

 

Igualmente, tenemos que reconocer que la consecuencia que Dios impone por nuestro pecado, la condenación, es un justo castigo, emitido por el Dios de toda justicia. Desgraciadamente, muchas personas, incluso reconociendo ser pecadores, no están dispuestos a admitir que Dios pueda castigarnos eternamente, pero debemos recordar que nuestro pecado es una ofensa contra un Dios eterno.

 

Pero, ¿podremos ser salvos? Es decir, ser rescatados de ese destino eterno, y recibir la entrada al Cielo. Desde luego, no merecemos ese beneficio, según las Escrituras enseñan claramente.

 

Pero Jesucristo murió por nosotros en la cruz hace unos dos mil años. Dios, sabiendo nuestra situación, nos amó y deseó salvarnos. Y para ello nos mandó a Su Amado Hijo a este mundo, para que muriese en la cruz y pagase ese castigo en nuestro lugar. Él murió y resucitó al tercer día, demostrando que el pago fue efectuado, y completo.

 

Ahora, Dios asegura que todo aquel que cree en Cristo, como su único y verdadero Salvador, reconociendo la maldad de su pecado, implorando salvación, Dios le perdona, y le concede la vida eterna.

 

La Biblia dice en Romanos 6: 23: “Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.”

 

Es decir, aunque la paga, (o, salario, según el texto griego) de nuestro pecado es la muerte, Dios da la dádiva, o regalo, de la vida eterna por medio de Jesucristo, Su Hijo, quien pagó el castigo en la cruz en nuestro lugar.

 

Para recibir esta salvación, debes reconocer tu pecado ante Dios, y el castigo que por ello mereces, y, arrepintiéndote de corazón, creer en Jesucristo como tu única oportunidad de salvación. Y el sacrificio de Jesucristo en la cruz por ti es más que suficiente a los ojos de Dios Padre para pagar la deuda de tu pecado, y tú serás salvo. ¿Lo aceptarás, o lo rechazarás?

 

Por favor, cree en Jesucristo lo antes posible, y recibe la salvación que Él te ofrece.

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