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Es uno de los mantras más repetidos actualmente. Se habla de que “debo aceptarme a mí mismo”, o que “otros me tienen que aceptar como soy…” Es una muestra más del egoísmo e inmadurez de esta sociedad que estamos creando, donde todo parte del yo más individual, y donde es el mundo entero el que debe adaptarse a mí, y no yo al resto de la humanidad.

 

Mis gustos, mis preferencias, mi forma de sentir, mi forma de ser, mi carácter, mis prontos... a mi manera, a mi tiempo… todo un mundo a la medida de mi persona.

 

Para ello, los medios de comunicación, redes sociales, aplicaciones de móvil, empresas, etc., ofrecen cada día un producto más personalizable, y comulgan con todo tipo de tendencias y gustos, para que cada uno no sólo se exprese y viva como quiera, sino que se rodee de los productos y las personas que les interesa.

 

Y, si no, a sentirse ofendidos. ¡Cuidado!, porque cualquiera puede ofenderse porque sus aficiones, deseos e intereses no han sido correctamente estimados…

 

Hasta Dios debe entrar por lo que a mí me gusta. Si Dios no me acepta como soy, entonces Dios es malo. De verdad, pareciera como si Dios fuera un amiguete o compi del trabajo, al que, si no me interesa ver, le doy la espalda y lo elimino de mi whatsapp.

 

¡Qué manera tan ridícula de pensar!

 

Es como si quisiéramos enfadarnos con la tierra y su gravedad por no dejarnos volar, o con el mar y sus aguas, por no poder respirar mientras buceamos.

 

Todo nuestro argumento se reduce a un simple: “mientras no le haga daño a nadie…” Pero debemos entender que aquello que Dios llama pecado es pecado, es dañino, y, por supuesto, ofensivo para Dios nuestro Creador.

 

Si la única regla para decidir lo bueno o aceptable fuera la cantidad de daño que hace a otras personas, entonces nuestra escala de valores morales sería insostenible. Entonces, ¿por qué se castiga el delito de odio? ¿Acaso no es mi derecho, o no puedo odiar sin pasar a la acción? ¿Por qué la envidia es mala, si no es expresada contra nadie? ¿Y la murmuración? Total, mientras el afectado no se entere… Y podríamos seguir con un infinito suma y sigue, podríamos maldecir, pensar mal, burlarnos, desear mal a alguien… Mientras no demos un paso más allá…

 

Es ridículo pensar que sólo es pecado aquello que hace daño a los demás. El pecado es malo porque es Dios quien así lo dicta, porque es dueño y soberano de Su Creación, y tiene toda la legitimidad para extender nuestro manual de instrucciones, y avisarnos de aquello que nos perjudica o mostrarnos lo que nos beneficia.

 

Sí, ante sus ojos, según Sus Escrituras, la Biblia, hay muchos deseos, intenciones, acciones, palabras, etc., que son pecado. Y Dios no podría aceptar el pecado, porque es todo aquello que va en contra de su naturaleza y ser. Por tanto, Dios no acepta al pecador que persiste en pecar y no quiere apartarse del mal.

 

Puedes pensar lo que quieras, pero no es Dios quien tiene que aceptarte tal y como tú eres. Más bien, eres tú quien lógicamente debe aceptar cómo Dios es, porque uno de sus atributos es su inmutabilidad. Es decir, no cambia. Y gloria a Dios que así es.

 

Todo lo contrario, Él te dice que tú eres pecador, y que, te agrade o no, el pecado te trae consecuencias a corto, medio, y largo plazo. El pecado es lo que hace que el mundo se vea tal y como está, es lo que hace que las personas pasen una vida de sufrimiento (por causa propia o ajena), y es lo que te hace vivir apartado de Dios no sólo en esta vida, sino en la eternidad, en la condenación justa para los pecadores no arrepentidos: el lago de fuego.

 

Pero Dios no es sólo juez, también quiere ser tu amoroso padre, como Dios de amor te indica lo siguiente: “El que encubre sus pecados no prosperará;

Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia.” (Proverbios 28: 13).

 

Misericordia significa “dar perdón a aquel que merece castigo”. Efectivamente, Dios perdona al pecador arrepentido, al pecador que ha ofendido a Dios con su vida y obra, y quebrantado sus leyes, pero que se vuelve a Dios acogiéndose a su oportunidad de salvación.

 

Él mandó a su Hijo Jesucristo a este mundo, haciendo que muriese en aquella cruz. Aunque es cierto que fue crucificado a manos de judíos y romanos (hombres como tú y como yo), el mismo Jesús dijo lo siguiente: “Nadie me la quita (la vida), sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.” (Juan 10: 17 y 18).

 

Así es. Jesucristo entregó su vida para salvarnos, pagando por nuestros pecados. Y tal es la validez de su sacrificio, que la muerte no pudo retenerlo, porque, como Él mismo había profetizado, al tercer día resucitó, mostrando que había una esperanza más allá de la muerte, y que una vida nueva es posible.

 

A todo aquel que se arrepiente de sus pecados, sin justificaciones ni excusas inútiles, Dios le otorga su perdón, y le da la vida eterna, para poder vivir junto a Él eternamente en el Cielo.

 

¡Gloria a Dios que no acepta al pecado!

¡Gloria a Dios que no quiso dejar a este pecador llegar a convertirse en todo aquello a lo que el pecado le llevaba!

¡Gloria a Dios que por la Sangre de Su Hijo, me hace acepto! (Efesios 1: 3 ~ 7).

¡Gloria a Dios que me acepta para ir transformándome a la imagen de Su Hijo!

¡Gloria a Dios que me aceptará en Su eterna morada, donde viviré con Él por la eternidad!

 

Por favor, cree en Jesucristo, y acepta la salvación que Dios te ofrece.

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