“Todos los que me ven me escarnecen;
Estiran la boca, menean la cabeza, diciendo:
Se encomendó a Jehová; líbrele él;
Sálvele, puesto que en él se complacía.”
(Salmo 22: 7 y 8).
Estos versículos forman parte de uno de los Salmos más tremendos de la Biblia (entre otros muchos). Y digo tremendo en primer lugar por su intensidad, pero también por las alusiones proféticas a un sufrimiento que no es simplemente el de su autor, el rey David, sino el de Alguien que, puesto en la cruz, citó las palabras de este Salmo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”
Entre sus versos, podemos encontrar algunos datos de carácter profético como los siguientes:
“16 … Horadaron mis manos y mis pies.
17 Contar puedo todos mis huesos; Entre tanto, ellos me miran y me
observan.
18 Repartieron entre sí mis vestidos, Y sobre mi ropa echaron suertes.”
Efectivamente, estos versículos, nos hacen pensar en la persona y obra de Jesucristo, crucificado por nuestros pecados hace unos dos mil años. El Unigénito Hijo de Dios, sin pecado ni mancha, vino al mundo a salvar a los pecadores, muriendo en su lugar en la cruz, y recibiendo el castigo que nosotros mereceríamos. Y resucitó al tercer día con poder y gloria, para nuestra justificación (o salvación), según las Escrituras.
Pero, mientras el Hijo de Dios entregaba su vida, ¿cuál es la reacción del hombre? Menear la cabeza, estirar la boca, un claro gesto de desaprobación, desprecio y burla. Es decir, mientras Jesucristo, el Hijo de Dios, llevaba a cabo Su gloriosa Obra de redención, el hombre mostraba su disconformidad, odio o, quizá peor, indiferencia más absoluta.
Esto suele definir el comportamiento y la reacción de los hombres hacia Dios, y lo que Él nos ofrece: rechazo, desprecio y odio. Mientras Dios mostraba su Amor al máximo hacia los hombres, haciendo que Su Hijo Cristo diera su vida por nosotros, el hombre se cebaba en su burla y mofa del plan divino de Dios.
Esto es el pecado, hacer, pensar o vivir de manera contraria a lo que Dios es y nos dice. Y esto no sólo es posible verlo en la escena de la pasión de Cristo, sino en cada acción, en cada decisión, en cada deseo y pensamiento en el hombre.
Por desgracia, es frecuente ver a personas que, cuando oyen el nombre de Jesucristo, reaccionan torciendo la boca, burlándose, despreciando, o, a veces, rechazando enérgicamente. Está claro que el Jesús de las Escrituras es “persona non grata” en sus vidas y hogares.
De manera que en este tiempo de libertades y desinhibición, se puede hablar de cualquier tema y con todo lujo de detalles, y todos deben aceptar y aprobar lo que cualquiera sienta o diga. Pero no hablemos de Dios, no saques el tema de Jesucristo ni del pecado. Su sola mención provoca reacciones muy adversas.
La Biblia declara que el hombre, como pecador, es aborrecedor de Dios, y, todo lo que provenga de Él, a menudo provoca una especie de urticaria en el interior de nuestro corazón. Pero precisamente esto muestra que el mensaje bíblico es relevante y directo al corazón del hombre, que se siente acusado ante la justicia de Dios.
Las Escrituras declaran que el hombre es pecador de nacimiento, y vive pecando contra Dios, rebelándose contra Él. Y esto trae consecuencias eternas. Vivir rechazando y despreciando a Dios y lo que Él nos ofrece, conlleva condenación eterna en el infierno, separado de Dios y, entonces sí, de todo lo bueno que Él te está ofreciendo.
Mientras tanto, ese Cristo tan odiado y despreciado por muchos, sigue diciéndote:
“En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis. [...] Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí.” (Juan 14: 2-6).
Y, por si hubiera duda, Jesucristo dice: “y al que a mí viene, no le echo fuera.”
¡Qué gran Amor de Jesucristo! Mientras el hombre le rechaza, entrega su vida por nosotros.
Mientras el hombre no le quiere en su vida y hogar, Él nos invita a Su Hogar celestial.
Y, mientras muchos prefieren vivir odiando, Él decidió amarnos hasta el fin.
Si tú hoy te arrepientes de tu vida de pecado y rechazo a Dios, y crees en Jesucristo de todo corazón, como tu Dios y Salvador, quien murió por ti y resucitó de entre los muertos, Él te da la salvación y la vida eterna.
Por favor, deja de vivir ignorando y rechazando a Dios, abre tu corazón a Él, acéptalo como tu Salvador y recibe el Amor y la salvación que Jesucristo te ofrece.