Este es el apelativo con el que el libro de Hebreos, en las Escrituras, se refiere a Jesucristo. Y es un título que, aunque a nosotros en la época actual no nos diga mucho, tiene en realidad unas implicaciones tremendas. Es más, el asunto del sacerdocio de Cristo representa un conjunto fascinante de las virtudes y facetas de Su Obra.
De hecho, esta epístola fue dirigida a los Hebreos, los primeros cristianos que provenían del judaísmo, y por tanto conocían con mucho más detalle qué era un sumo sacerdote y cuál era su función.
El sumo sacerdocio era la responsabilidad que asumía un sacerdote de la casa de Aarón, de la tribu de Leví. Su cargo consistía en ser el máximo responsable de los sacerdotes y levitas, organizar los turnos de servicio y, sobre todo, realizar ciertos sacrificios específicos; entre ellos, el del día de la expiación.
En el mes séptimo (alrededor de septiembre u octubre en nuestro calendario), se convocaba al pueblo a un tiempo de reflexión, porque el día décimo del mes se hacía la ofrenda de expiación por el pecado de todo el pueblo. No se trataba de un sacrificio habitual, como los que se hacían cada día en el Templo, sino de uno especial, una vez al año.
El sumo sacerdote, antes de realizar este sacrificio, debía ofrecer una ofrenda por sí mismo, porque él mismo también era pecador, y debía estar purificado antes de presentarse ante Dios para interceder por el pueblo.
Así que, cuando había sacrificado el cordero en el altar de bronce en el atrio, debía entrar en el edificio del Templo, no hasta la primera sala, sino hasta la última, donde estaba la misma presencia de Dios, en el lugar santísimo, o, como algunos lo han llamado, el sancta sanctorum.
Era una escena profundamente solemne. El sumo sacerdote entraba en el silencio de la presencia de Dios para rociar con la sangre del cordero sacrificado el Arca de la Alianza, para que Dios aceptara la sangre del animal en lugar de castigar al pueblo por su pecado.
Se dice que, a veces, cuando Dios estaba realmente airado con el pecado del pueblo, o si el arrepentimiento no había sido real, algunos sacerdotes incluso murieron al entrar en la presencia divina. Incluso la historia cuenta que en ocasiones llegaron a atar una cuerda a la pierna del sacerdote, por si acaso muriera dentro, y poder así arrastrarlo hacia fuera.
Tal era la seriedad e importancia de este evento. Y todo el pueblo esperaba fuera expectante. Si el sumo sacerdote salía vivo, el pueblo respiraba tranquilo, porque el sacrificio había sido aceptado, y había perdón una vez más para Israel.
El libro de Hebreos nos habla de un Gran Sumo Sacerdote, de Jesucristo, y lo llama así por las similitudes que guarda con aquellos sumos sacerdotes, y, al mismo tiempo, algunas diferencias esenciales, y es hermoso meditar en cada uno de estos elementos.
En primer lugar, Jesucristo es llamado sacerdote (aunque su oficio material había sido el de carpintero), porque la labor del sacerdote era la de interceder ante Dios por el pueblo. Y, ¿quién mejor que Él, del cual la Biblia declara que es el único mediador entre Dios y los hombres?
Por otro lado, uno de los títulos de Jesús era Mesías (o, Cristo), que precisamente significa “ungido por Dios”, como los sacerdotes debían ser ungidos para su obra.
Y este Gran Sumo Sacerdote no era de la tribu de Leví, sino de un linaje y orden superior, como enseña la Biblia, el orden de Melquisedec, un sumo sacerdote del que podemos leer en el Génesis, superior y anterior a las leyes de Moisés.
Además, este Jesús presentó una ofrenda, como los sumos sacerdotes debían presentar un sacrificio. Pero lo que Jesucristo presentó fue su propio cuerpo, y su vida.
Pero hay una diferencia fundamental entre aquellos sacerdotes y Cristo mismo, y es que los sacerdotes primero debían ofrecer una ofrenda por sus propios pecados, pero la Biblia dice de nuestro Señor que “nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca”.
También, en cuanto a las ofrendas que realizaban aquellos sumos sacerdotes, nunca se podía saber con seguridad si Dios aceptaría o no el sacrificio de expiación hasta que el mismo sumo sacerdote saliese del santuario y se presentase vivo ante el Pueblo, como señal de la validez de la ofrenda. Pero el sacrificio de Cristo fue aceptado sin reserva alguna por el Padre, puesto que al tercer día resucitó, y se presentó vivo ante muchos, demostrando que Su Obra fue completa, y acepta ante el Dios del Cielo.
Por otro lado, como dice Hebreos, los sumos sacerdotes iban cambiando cada año, y acababan muriendo. Pero Cristo murió una vez para siempre y resucitó de entre los muertos. Ya no volverá a morir, sino que vive por los siglos para interceder por cada uno de nosotros.
Como vemos, el caso de Jesucristo es glorioso, y hay muchos más elementos que no podemos ahora citar.
Pero lo más maravilloso de todo esto es que, como dice Hebreos 8: “Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos...”
Es decir, hay un motivo glorioso para el agradecimiento eterno y nuestra adoración consciente cada día. Tenemos un Gran Sumo Sacerdote, que, habiendo efectuado el pago o rescate por nuestros pecados por el sacrificio de su propia vida, se presentó vivo al tercer día, como demostración inequívoca de que Su Obra y sacrificio fueron suficientes.
Para nosotros, pecadores sin remedio, merecedores de condenación eterna y el castigo más absoluto, hay salvación. ¡Gloria a Dios! Cristo pagó por nuestros pecados, y vive para siempre para interceder por nosotros.
La pregunta que debes hacerte ahora, querido amigo es la siguiente: ¿has aceptado la salvación que Cristo te ofrece? Su Obra ha sido completa, o como Él mismo dijo en la cruz, fue consumada. Murió en nuestro lugar y resucitó, y ofrece perdón a todo aquel que se arrepiente y le acepta como su único y verdadero Salvador.
¿Le aceptarás? Espero que tu respuesta sea “sí”. Y, si ya lo hiciste, únete conmigo en agradecimiento y adoración a nuestro Gran Sumo Sacerdote, por quien tenemos acceso a la comunión eterna con Dios.