Hay una gloriosa oración en el Evangelio de Juan, pronunciada por el mismo Señor Jesús, y que no es quizá tan popular como el conocido Padrenuestro. Se trata del capítulo 17 de Juan, conocido como la oración sacerdotal.
Muchos concuerdan en que consiste en la rendición de cuentas de un Siervo ante su Señor. Jesucristo, el Hijo de Dios, vino al mundo con una misión, haciéndose hombre, y siervo, y obedeció en todo lo que Su Padre le encargó.
Sólo quedaba una Obra mayúscula, que tenía que ver con ser entregado para la crucifixión y resurrección, y a ello se disponía. Pero, hasta ese momento, había cumplido por completo todo lo que Su Padre le había encargado.
Dentro de ese contexto, hay un énfasis especial en esa oración. Jesús le dice a Dios Padre: “8 porque las palabras que me diste, les he dado”. Y, de nuevo: “14 Yo les he dado tu palabra;”. E incluso dice una vez más: “6 He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y han guardado tu palabra.”
Nadie puede poner en duda la grandeza de las palabras de Jesucristo, y Su Mensaje ha trascendido hasta nuestros días (aunque para muchos sigue desconocido). Pero, ¡qué maravilla! Él no vino a hablar su propio mensaje.
De hecho, en otra ocasiones, Jesús ya había declarado:
“Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió.” (Jn. 7: 14).
“la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió.” (Jn. 14: 25).
Es decir, Jesús mismo se cuidó de no hablar nada que no fuera conforme a la voluntad de Dios Padre.
Esto nos hace pensar: ¡cuántos “predicadores” y vendedores de humo hoy en día se dedican a promocionar sus mensajitos cual “crecepelo” barato, prometiendo prosperidad en los negocios, solución mágica a los problemas, y todo tipo de remedios milagrosos y métodos de 3 pasos infalibles para el éxito!
Algunas iglesias se arrogan incluso el papel exclusivo y oficial de representación de Dios en el mundo. Recientemente, el papa Francisco I, en respuesta a una pregunta que alguien le planteó acerca de la existencia del infierno y la condenación eterna, respondió: “La Iglesia no condena a nadie para siempre.”
Pero debemos preguntarnos: ¿quién es la Iglesia para salvar o condenar a nadie? ¿Quién es el hombre para declarar salvo o condenado? Al fin y al cabo, ¿qué son los cristianos, sino simples transmisores del mensaje de Dios?
El libro del profeta Jeremías, en el capítulo 26, podría darnos una sencilla lección.
“12 Y habló Jeremías a todos los príncipes y a todo el pueblo, diciendo: Jehová me envió a profetizar contra esta casa y contra esta ciudad, todas las palabras que habéis oído. 13 Mejorad ahora vuestros caminos y vuestras obras, y oíd la voz de Jehová vuestro Dios, y se arrepentirá Jehová del mal que ha hablado contra vosotros. 14 En lo que a mí toca, he aquí estoy en vuestras manos; haced de mí como mejor y más recto os parezca. 15 Mas sabed de cierto que si me matáis, sangre inocente echaréis sobre vosotros, y sobre esta ciudad y sobre sus moradores; porque en verdad Jehová me envió a vosotros para que dijese todas estas palabras en vuestros oídos.”
Siendo amenazado de muerte por el pueblo de Israel, por haberse atrevido a profetizar sobre la destrucción de Jerusalén, lo que hizo fue simplemente declarar que el mensaje que él había expuesto venía de Dios, y no se trataba de sus propias palabras.
Como vemos, Dios nos comunica su mensaje, ya sea que nos parezca agradable o no, y que nos ha dejado registrado en la Biblia, la Palabra de Dios. Y, al igual que hay personas que transmiten el mensaje de manera tergiversada, también existen hombres de Dios que aman a Dios y Su Palabra, y la desean comunicar fielmente, sin añadir ni sustraer a su contenido.
Ese mensaje es el Evangelio, la buena noticia de la Salvación que Dios ofrece a los hombres. Todos nosotros somos pecadores, y merecemos la condenación eterna del infierno. Esta parte del mensaje puede parecer desagradable, pero Dios es a la vez juez justo y Dios de Amor. Por ello envió a Su Hijo Jesucristo, para que muriera en la cruz pagando por nuestros pecados, y resucitara al tercer día.
Lo que la Biblia nos comunica es glorioso. Nos declara que, si nos arrepentimos de nuestros pecados de todo corazón y creemos en Jesucristo, nuestro único y verdadero Salvador, recibimos el perdón de pecados, y la vida eterna. Como vemos, es un mensaje glorioso, y como tal debe ser transmitido y comunicado.
Si los profetas de Dios se esforzaron por comunicar la Palabra de Dios sin adulterar, y si el mismo Señor Jesús se esforzó por comunicar todo aquello que Su Padre le había dicho, ¿quiénes somos nosotros para escoger lo que nos guste o no nos guste de lo que Dios nos dice?
Por favor, te ruego que con sinceridad aceptes a Jesucristo como tu único y verdadero Salvador, creyendo en Él, y recibe así la Salvación que Él te ofrece, aceptando Su Palabra, para que puedas gozar la eternidad junto a Dios en el Cielo.